En su tratado de pintura, Leonardo Da vinci, luego de postular que la pintura es superior a la escultura porque esta última desgasta físicamente al autor y lo deja cubierto de una mugrosa nube de polvo de mármol, nos vende una imagen photoshopeada del pintor: “Bien vestido, cómodamente sentado frente a su obra, mueve sobre la tela su livianísimo pincel, embebido en finos colores. Sus ropas son elegantes y a su gusto. Su habitación es limpia y adornada con pinturas exquisitas. Se hace acompañar a veces de músicos y de lectores de bellas y variadas obras, las cuales lejos de todo ruido de martillo o cualquier otro bullicio, son escuchadas con deleite.”

Este pasaje me gusta por disparatado y porque nos hace pensar en la intimidad del taller.

Quienes nos hemos dedicado al arte hemos pasado por esa etapa, la de construir un territorio íntimo, propio.

No es una singularidad: nuestras habitaciones de adolescentes, nuestros primeros talleres, se fueron poblando de esas “pinturas exquisitas” arrancadas de enciclopedias y fascículos de historia del arte, sumándose a otras imágenes más nuevas en el tiempo, pero que ya ocupaban su lugar en las paredes antes de gustarnos las artes visuales: posters, afiches de grupos favoritos, y tapa de discos. 

Si bien los cruces entre artes visuales y música desde el pop en adelante abundan en ejemplos (los primeros Beatles en morir, John Lennon y Stuart Sutcliffe, se conocieron en la escuela de arte), es poco difundido para el público masivo que algunos artistas consagrados han sido convocados para hacer el arte de tapa de algún disco famoso, y  que otros encontraron en ese arte el soporte ideal donde expresarse.

Para estupor de Leonardo, se invirtieron los papeles: Fue la música misma, encarnada en vinilo, quien  desde entonces  vistió ropa elegante.

Esta referencia no es menor al hablar de la obra de Agustín  González Goytía, DJ que comanda su proyecto “Todo Vinilo”, pasando música en fiestas sólo utilizando elepés.

Al ver las figuras que aparecen en sus trabajos se puede establecer que están ubicadas de tal manera en el plano, que los espacios del soporte sin intervenir, parecen estratégicamente planteados para recibir la tipografía con los datos técnicos de una grabación, o las letras de los temas de algún álbum.

Escindir la obra de Agustín en dos instancias, la música y la pintura, se me hace arduo.

Esa ausencia de límites entre sus ocupaciones,  ese espíritu de  frontera de vaivén, impregna toda su producción y le otorga una carga que la vuelve incómoda para el viejo orden académico que cita en los objetos representados: ¿es pintura  o dibujo?

Recuerdo la anécdota de un editor que se negaba a reproducir el Guernica en un libro de pintura moderna en los años ‘60, por lo mucho que le había costado conseguir el dinero para financiar un libro a todo color, como para arruinarlo con una reproducción en blanco y negro.

El arte contemporáneo nos dice que ya no existen esos compartimentos estancos. y pienso que  las figuras de Agustín, menos deudoras de la negritud antiacadémica de Picasso que del  funk más recalcitrante  de George Clinton, ya no desvelarían a un editor.

Pero aún sabiendo el camino transitado por el arte hasta nuestros días,  y que las polémicas del siglo XIX ya no nos atrapan, alguien con el simple gesto de utilizar una paleta casi monocroma o limitada, cargando materia con cada pincelada y dejando bastante fondo a la vista, vuelve a encender esa vieja pregunta: ¿es pintura o dibujo?

Y antes que ensayemos una respuesta, Agustín se las ingeniará para que nuestros pies hagan huella sobre música que ya hemos bailado.

Alberto Passolini